viernes, 3 de diciembre de 2010

Comedor.

Una silla grita cuando la arrastro porque le he raspado los pies contra el suelo.

¡Mierda! me digo: las demás sillas se han quedado pasmadas, haciéndose un silencio más silencio que su discreta conversación sobre traseros, piernas y -de vez en cuando- ventosas; me miran con algo que no sé si es espanto, reproche o decepción, pues su condición de sillas no me permite atisbar muy bien sus expresiones. Miro de reojo a la silla que he arrastrado y que es la culpable de haberlo provocado todo: está escondiéndose bajo la mesa, dejándome ver sólo una parte del respaldo por la que advierto que se sonrojó y estoy casi seguro de que piensa en las vergüeñas que le provoca ser la silla más vieja y solterona de todas.  

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